JUEVES
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «Como el Padre me
ha amado, así os he amado yo; permaneced en mi amor. Si guardáis mis
mandamientos, permaneceréis en mi amor; lo mismo que yo he guardado los
mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor. Os he hablado de esto para
que mi alegría esté en vosotros, y vuestra alegría llegue a plenitud.»
Juan 15, 9-11
COMENTARIO
Cuando
el amor de Cristo arraiga en el interior de una persona, los efectos no se hacen
esperar: renacen las esperanzas, crece el sentido positivo de la vida y la
alegría aparece con fuerza.
La
alegría que no nace desde lo profundo de la persona, es una realidad engañosa. Nuestra
cultura propone alegrías superficiales que desaparecen pronto, dejando el sabor
contrario: una especie de desencanto; como cuando se quiere atrapar el agua entre
las manos.
Nuestra
cultura subraya esa alegría que brota de poseer objetos de consumo y de gozar
de elevadas cotas de bienestar. Si bien es cierto que la calidad de vida
provoca una cierta satisfacción, es igualmente cierto que las cosas y el
bienestar material no colman las más profundas aspiraciones de la persona.
La
alegría de la que habla Jesús es un don permanente que anida en el interior, llenándolo
todo porque ayuda a crecer y a madurar en el camino de la vida. Jesús no la
llama “alegría” simplemente. La llama “mi alegría”. La alegría que da Jesús no
es una alegría cualquiera. Es la alegría que nace por sentirse uno amado por un
Dios que es Padre y Madre.
El
cristiano crea un ambiente de alegría. Es importante educar a la alegría y al
sentido positivo de la vida. El cristiano debe presentar un tipo de alegría
nacida de la profundidad de la persona.
Es
necesario el testimonio de personas que propongan otras formas e alegría que
nacen de la donación personal frente al egoísmo, del perdón frente a la
venganza, de la cooperación frente a la competitividad, del esfuerzo por
construir un mundo mejor frente a la apatía.
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